Tras encaminar su ciempiés de ciegos rumbo a Cabaret, el conde de Montfort se fue a saquear a Minerve donde, ahora sí, le hizo caso a Almarico y quemó a ciento y cuarenta albigenses. Y he aquí el comienzo de la quema de herejes que tan ocupados habría de mantener en los siglos venideros a los esbirros de Domingo de Guzmán. De Minerve el conde pasó a Lavaur donde quemó a cuantrocientos. Tal vez sean estas hazañas las que le valieron el elogio de "valeroso caballero cristiano" que le hizo el papa Inocencio durante el Cuarto Concilio de Laterano. Ahora bien, si a Montfort le tocó condado, a Almarico le tocó arzobispado: el de Warbona. Para mí que se merecía más, la silla pontificia no bien no murió Inocencio. ¡Qué menos para quien fuera alma y nervio de la Cruzada albigense! Que es como se designó a esta campaña de exterminio, con cierta impunidad en verdad pues cruzadas son las masacres de mahometanos a manos de cristianos, no de cristianos a manos de sus correligionarios. ¡Qué importa, de algún modo hay que llamar las cosas!
¿Y cómo juntó su inmenso ejército el legado papal? Gracias a las promesas de Inocencio a los que sumaran a su cruzada: propiedad de tierras conquistadas, dispensa del gasto de intereses en las deudas, inmunidad ante las cortes civiles, absolución de todos los pecados y las mismas indulgencias prometidas a los cruzados de Tierra Santa. Y ahí va el futuro arzobispo de Warbona con su turbamulta de a pie y de a caballo contra esos herejes alebrestados que predicaban la humildad y la pobreza como Cristo, y que no se reproducían como Cristo.
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